Misceláneas colegiales

La pequeña y gran historia del Colegio transcrita por el hermano y antiguo alumno Carlos Cantalapiedra

Carlos Cantalapiedra, como el mismo cuenta en la introducción de sus “Misceláneas Colegiales” llegó a las aulas del Colegio en 1954. Ocho años antes lo hice yo. Y lo hice tras las Navidades de 1952 porque mi paso por el Instituto Zorrilla no había sido tan efectivo como soñaba mi padre, alumno de don Narciso Alonso Cortés en los años veinte del siglo veinte. Con la libertad de un centro que no controlaba demasiado el interés de sus alumnos, yo prefería escapar cada día a la Huerta del Rey para jugar al fútbol en lugar de aplicarme en clase para aprender lo que, luego, me enseñaron los hermanos en el Lourdes.

Carlos, no. Carlos tenía una raíz más noble que la mía y se encontraba cómodo en el internado de aquellos tiempos, que llegaba a una cifra poco común para estudiar como interno. En 1954, el internado superaba los quinientos alumnos. Y Cantalapiedra se mostraba satisfecho de todo cuanto le rodeaba. Su clase era extraordinaria, la acogida que le dieron inmejorable, sus profesores eran un derroche de dinamismo y actividad y él se encontraba como pez en el agua en el centro de aquel orden y de aquella disciplina férrea que imponía el hermano Heliodoro, el “Pelines” para quienes habíamos entrado unos años antes. Y al hermano Marcos, que fue el director al que me recomendaron en su momento, le consideraba todo un Director. Miel sobre hojuelas…

Con estos antecedentes, no es de extrañar que Carlos Cantalapiedra acabara en Bujedo para profesar como hermano de las Escuelas Cristianas y que, además, su aprovechamiento superase al que yo no había tenido acceso en el “Zorrilla” con sus aires de libertad universitaria centrada en críos que apenas habíamos despertado al mundo del estudio… A mi, en cierto modo, me ocurrió lo mismo que a Carlos, perdón, que al hermano Carlos Cantalapiedra. Y digo que me ocurrió lo mismo porque, desde que el director Marcos Ramón dio el visto bueno para que yo militase en la legión de estudiantes que, por entonces, escogimos al Lourdes como nuestro faro de formación, dentro de la dureza que para un “vaina” como yo significó encontrarme con un método duro y fiscalizador, todo me pareció excelente en función del resultado que, mes a mes, yo llevaba a casa… Las barras de regaliz, me las guardaba para mi. Las notas y mi cambio de actitud y de aptitud, de compostura y de capacidad, eran los regalices que yo guardaba para mis padres, satisfechos porque la recomendación de fray Antonio María, hermano de mi madre y, por lo tanto, mi tío les había ofrecido.

Y yo cada vez más encarnado en la disciplina del Colegio que, a mis ojos, no era un derivado de disciplinarse por mortificarse. Los hermanos hicieron de mi otra persona muy distinta de la que hubiera sido de haber continuado en el Instituto.

El hermano Carlos Cantalapiedra también recuerda con agradecimiento su paso por las aulas que había trazado en sus planos de arquitecto el hermano Tomás, luego director en sustitución de Marcos Román. De ahí que su miscelánea, que él considera incompleta y que, por cierto, no pretende ser un libro sino un repaso, una mezcla, una variedad de cosas diversas, una colección de anécdotas muchas de las cuales él vivió en primera persona. Y como la historia está formada por las pequeñas cosas de cada día, todo ese compuesto de géneros diferentes acaba perfilando, de alguna manera, la pequeña o gran historia del Colegio de Nuestra Señora de Lourdes. Un centro de estudios que, estoy de acuerdo con Carlos, ha sido, es y será referencia en el campo de la educación.

Las misceláneas Colegiales tratan un poco de todo. Desde el barrio de las Tenerías donde se ubicó el edificio, pasando por Paulina Harriet que fue la gran promotora, sin olvidar al primer director, el hermano Joldiniano, y dedicando un amplio espacio a nuestro querido hermano Enrique Sicard que formó a tantos párvulos como pasaron por su clase durante los 57 años de permanencia ininterrumpida en el Lourdes… Y hace una referencia al hermano Eduardo Montero, religioso, maestro, escritor y autor de numerosos poemas inspirados, piezas teatrales y artículos que vieron la luz en la Revista “Unión”. El hermano Eduardo fue quien mantuvo en mí corazón la vocación poética que aprendí de mi padre y que él vigiló con especial mimo tanto en las horas de estudio como en las de ocio. “La poesía es el mejor asueto para el espíritu”, me decía. Y yo aprendí esa lección que, todavía hoy, sigo practicando.

Entre las historias, vividas o no, que escribe Carlos Cantalapiedra en sus “Misceláneas” no quiero olvidarme de aquellos hermanos que fueron fundamentales en mi formación personal, intelectual y cultural con la que salí del Colegio. No quiero dejar sin citar, en esta reseña, al hermano Gregorio Hermosilla promotor de la primera Asociación de Antiguos Alumnos en 1935; ni al Antonino, siempre con su cámara dispuesta para inmortalizar cualquier acontecimiento; el Damián, óptimo profesor de matemáticas aunque a mi siempre se me torcieron los números; el hermano Martín, siempre detrás de mí para que le diese un artículo, un cuento, “cualquier cosa” como me decía; el hermano Tomás, con su pasado trágico en Madrid y la férrea dirección que ejerció sobre las obras con las que se remodeló el edificio hasta dejarlo prácticamente como se mantiene. Y tantos otros, tantos, que harían esta reseña interminable.

Finalmente, acudir a los datos que nos ofrece sobre la Asociación de Antiguos Alumnos que nació en 1935 coincidiendo con el cincuentenario de los hermanos en Valladolid. Y decir que muchos de los ideales que impulsaron a la primera Asociación, todavía nos mueven a nosotros que hemos cogido el relevo en el siglo XXI… Apoyar a los alumnos que acababan sus estudios, fomentar los vínculos de amistad y ayuda mutua, permanecer unidos pese a la separación, establecer lazos de relación con los hermanos y con otros antiguos alumnos, la fundación de premios y la vinculación a una Federación Nacional… Es el reto de quienes ahora mantenemos el pulso de nuestra actual Asociación de Antiguos Alumnos: mantener la obra de los primeros presidentes: Eugenio García Victoria, Martín Liébana, Arturo León (reelegido tres veces y que da nombre a una de las zonas más brillantes en la ampliación de Valladolid), Leandro Pérez que resultó un extraordinario periodista, Dámaso Díez, Manuel de la Cruz, Ildefonso Pelayo, Jesús Cilleruelo, José Pardo y Heliodoro Urueña a quienes, los actuales antiguos alumnos, guardamos un profundo respeto por sus personas y por sus obras en pro del Colegio.

Podría continuar citando pasajes. Pero lo mejor es que vosotros (sobre todo los que fuisteis alumnos de este centro) recibáis en vuestras manos el libro, si, el libro aunque Carlos quiera rehuir ese título, y aceptéis un paseo nostálgico por sus páginas que será, en definitiva, un paseo por la pequeña y gran historia de nuestro Lourdes. Así lo hemos entendido quienes llevamos el timón de la Asociación de Antiguos Alumnos y, por ello, decidimos financiar una parte importante de su edición. Quienes sois socios de la Asociación, nos lo podéis solicitar. Quienes no os habéis inscrito en una asociación que es la vuestra, como antiguos alumnos del Colegio, por el precio de 10 euros podréis haceros con él y embarcaros en la más nostálgica travesía al pasado más lejano o al pasado más reciente de nuestra educación.

ANGEL M. DE PABLOS
Presidente de la A.A.A.