Primer Premio del Certamen de Relatos “Hermano Eduardo Montero”
SUCESOS
Presentado bajo el seudónimo de “Etéreo” por María Lorenzo Heredero, alumna de 4º ESO
– … Y eso es lo que quería contarte, mamá. Puede que me haya extendido un poco, pero hacía mucho que no venía a verte… ¡Ah!… te he traído unas flores.
Dejé el ramo de tulipanes encima de la grava.
– Te echo de menos, van casi dos años ya desde que te perdimos…
Una voz a mis espaldas me interrumpió:
– Disculpe, joven. Estamos cerrando
Me dirigí a las cancelas que guardaban aquel lugar, pasando por caminos llenos de lápidas con diferentes inscripciones. Cuántas historias, cuánto dolor, cuántas de estas personas habrán caído ya en el olvido…
Pensando en estas cosas me encaminé a casa. Algo no me cuadraba cuando intenté abrir la puerta, pero lo achaqué al cansancio y a que, realmente, nunca me fijo cuando inserto la llave en la cerradura. Dentro de mi piso me pareció que todo estaba un poco más revuelto.
“Tranquilízate”, pensé. “No ha podido entrar nadie, duerme un poco y mañana, con más perspectiva, podrás comprobar que todo sigue como siempre. Tras una ligera cena, me acosté y me dormí prácticamente al instante. A la mañana siguiente, mientras desayunaba, vi algo que me hizo estar seguro de que, en mi casa, había estado alguien más. Era un sobre completamente blanco, sin ninguna pista de quién me lo había dejado. Dentro, en un trozo de papel, pude leer las palabras “Setecientas veinte mentiras”… No podía haber tenido menos sentido para mí. ¿Quién me podía haber escrito aquello?… ¿Cómo habían entrado en mi casa?… Estos y otros interrogantes estuvieron rondando mi mente hasta que, por la noche, el sonido del teléfono los interrumpió.
– Buenas noches, disculpe que le moleste. Llamo de parte del hospital, siento decirle que hemos ingresado a su padre.
Me sentí aturdido, incapaz de contestar a aquella voz. Tras unos instantes, le pedí el nombre y dirección del hospital y me fui corriendo hacia allí. Cuando llegué a la habitación que me habían indicado, vi a mi padre con golpes y arañazos por todo el cuerpo.
– ¡Papá!… ¿Pero que te ha pasado?
– Hija, no vas a creerme, como me ha pasado con toda esta gente, pero me quedé inconsciente y cuando me desperté estaba así…
– Pero papá ¿estabas en casa tu solo?
– Si, no sé muy bien qué ha pasado…
– ¿Puedo hablar con usted un momento?
Una voz interrumpió nuestra conversación. Era una chica joven, la doctora, claro…
– Verá, los vecinos alertaron a la policía, oyeron gritos y se asustaron porque saben que él vive solo. Cuando se le encontraron así, le han traído al hospital para que nos aseguráramos de que no tenía heridas internas.
– ¿No las tiene, verdad?
– No, no tiene nada grave… Le vamos a dar el alta en breve. Pero no va a poder volver a casa.
– ¿A qué se refiere?… ¿Dónde va a ir si no?
– Hay un detalle que los policías nos han comentado y que nos preocupa. La puerta de la vivienda de su padre no estaba forzada, ni había ninguna ventana rota. Es casi imposible que entrara alguien.
– ¿Y qué quiere decir con eso?
– Que su padre puede ser el causante de sus propias lesiones. Según lo que nos ha contado, que se desmayó antes de que le ocurriera todo, creemos que puede sufrir algún trastorno mental. Nos gustaría enviarle a un a un sanatorio algún tiempo, para que observen su conducta y nos den un diagnóstico más correcto. Necesitamos que usted dé el permiso para ello.
– ¡Mi padre no está loco!
– Por favor, baje la voz. No es necesario que se comporte así… Si hemos tomado esa decisión es por la seguridad de su padre, para que no vuelva a ocurrir algo así. Solo será un tiempo.
No estaba nada de acuerdo con aquello pero, de repente, fijé la vista en mi padre y le encontré diferente, más ausente que nunca. Así que, sin estar convencido del todo, di mi consentimiento… Hablé un rato con mi padre y, tras estar seguro de que podía quedarse solo por la noche, me fui a mi apartamento. Aquella noche no dormí del todo tranquilo. El hecho de que mi padre empezara a demostrar principios de locura, después de encontrar aquella nota extraña… Esos dos acontecimientos no estaban relacionados… ¿O sí?…
Al día siguiente, cuando salí de trabajar, ya que no era muy tarde, me fui a ver a mi padre donde estaba ingresado. La verdad es que, por fuera, era precioso: un edificio señorial, muy grande y reformado, rodeado de unos jardines cuidados que rebosaban vida. Sin embargo, se me ponían los pelos de punta al imaginar a las personas que estaban allí y por qué. Entre ellas, mi padre. Me dirigí a recepción donde pregunté por él. Por suerte, había llegado una hora antes de que terminara el horario de visitas y me dejaron pasar. Mi padre estaba en una sala con más pacientes. La verdad es que no parecía que necesitasen estar allí. Algunos charlaban entre ellos, como si estuvieran en una cafetería. De repente, oí una voz a mis espaldas que parecía haber adivinado mis pensamientos:
– ¿No parece que estén locos, verdad?, la voz pertenecía a una chica.
– Creo que el término correcto es ”enfermos mentales”.
– ¿Qué más da?… En el fondo van a seguir estando como están… Usa el término que quieras.
– Disculpa, pero mi padre es uno de esos locos, como tú les llamas, y no creo que le guste que le llamen eso.
– ¡Oh!, no pretendía ofenderte, lo siento. Me llamo Rebecca y vengo aquí tres días por semana para hacerles compañía. Una especie de rehabilitación. Supongo que estoy un poco harta de la gente políticamente correcta y de los eufemismos. No te lo tomes a mal.
– No importa, pero ten en cuenta que puedes ofender con tus palabras. Soy Gabriel, por cierto.
– ¿Hace mucho que tu padre está aquí?… No me ha parecido verle.
– En realidad, acaba de llegar. Espero que vuelva todo a la normalidad y pueda salir pronto.
– Si no es nada, descuida. Saldrá pronto de aquí. Pero prométeme una cosa…
Me miró a los ojos y se puso muy seria de repente.
– Ven a verle todos los días que puedas, por favor.
Y sin que pudiera preguntar o contestar, se fue. Me acerqué a ver a mi padre y le estuve preguntando por su primer día allí. Al cabo de algo menos de una hora, tuve que irme. Hablar con él no me había tranquilizado. Tenía el presentimiento de que algo iba mal.
Tras otra noche durmiendo mal y un día de trabajo agotador, fui al sanatorio otra vez. Pregunté por mi padre en recepción, como había hecho el día anterior. Me dijeron que estaba en su habitación y me indicaron el número y cómo llegar. Los pasillos estaban vacíos y me encaminaba hacia allí un poco intranquilamente, por el ambiente que se respiraba. Al doblar una esquina me di de bruces con un chico ataviado con las ropas de los trabajadores de allí. En si placa pude leer su nombre, “Isaac”.
– ¿Se ha perdido?, me preguntó
– No del todo, estoy buscando la habitación 278… ¿Está por aquí?
– Si, continúe por el pasillo y gire a la derecha. ¿A quién ha venido a visitar?
– A mi padre. Lleva aquí solo dos días… ¿Ha estado con él?… Se llama Enzo.
– Si, si le he visto. Un nombre tan peculiar no se olvida.
– ¿Le nota algo mejor?
– La verdad es que, en dos días, no se aprecia gran cambio, pero yo creo que no empeora. Los trastornos de este tipo acaban por desaparecer, no se preocupe.
– Gracias, me alegro saberlo.
Me disponía a irme cuando Isaac me agarró del brazo.
– Veintidós de agosto. Hace dos años. Busca la noticia Gabriel.
Y antes de que pudiera preguntarle más, o siquiera reaccionar, se marchó corriendo. Me dirigí a la habitación de mi padre, asustado y extrañado. No recordaba haberle dicho mi nombre aunque, claro, si había hablad con mi padre podía saberlo… Además ¿qué significaba esa fecha? ¿Y a qué se refería con “la noticia”?… Pregunté a mi padre, pero parecía tener menos idea que yo. Después de estar con él, me encaminé a la salida y dije adiós a la recepcionista.
– Hasta otra vez –me dijo- ¿Pudo encontrar bien la habitación?
– Si, gracias, Isaac me ayudó un poco.
– ¿Isaac?…
Me miró preocupada y, rápidamente, cogió el teléfono y masculló unas palabras que no entendí. Colgó.
– Caballero, Isaac no ha venido hoy a trabajar, ha debido confundirse.
– Si, seguramente… Adiós.
Me fui de allí lo más rápido que pude. Cuando llegué a casa, lo primero que hice fue buscar en Internet la fecha que me había dicho “Isaac”. No me salió nada destacable hasta que busqué en algunos periódicos digitales más importantes. Veintidós de agosto de 2014. “La violencia machista se cobra una nueva víctima”.
No podía creérmelo. No quería leer más porque dudaba de que aquello hubiera pasado. Pero, por desgracia, a medida que mis ojos bajaban por la pantalla, mis peores temores se confirmaron. Mi madre no había muerto de un ataque al corazón provocado por la ansiedad, como me había dicho mi padre. El la había matado. Aquel día yo estaba de viaje por motivos de trabajo, me había ido diez días a Inglaterra, por eso no vi nada en las noticias. Muchas cosas me venían a la mente, como la nota que encontré. Me di cuenta de que, aquel número, el setecientos veinte, eran los días transcurridos desde la muerte de mi madre y que, durante todo ese tiempo, mi padre me había mentido. Toda la noche estuve dando vueltas al tema. Por la mañana, llamé al trabajo y les conté que mi padre estaba fatal, que necesitaba ir a verle urgentemente. Fui corriendo a su habitación y le pregunté:
– ¿Cómo murió mamá?
Se me quedó mirando, muy pálido.
– Ya te dije, le dio un ataque de ansiedad y sufrió un infarto.
– Pues es curioso, papá… resulta que he encontrado una noticia que no dice eso.
– ¿A…A qué te refieres?
– ¿Tú la mataste, verdad?… Jamás creí que fueras un asesino, que fueras capaz de hacer eso.
– Yo…
– No puedes justificarlo de ninguna manera. Adiós.
Me fui con los ojos empañados. Cuando llegué a casa, lloré y lloré hasta casi quedarme sin lágrimas… Han pasado seis meses desde aquello. Ese día fue el último que le vi. Me han llamado esta mañana diciéndome que ha fallecido por autolesiones graves. Por lo visto, ese ataque que tuvo antes de ingresarle en el hospital psiquiátrico y los siguientes eran fruto de un remordimiento en su subconsciente por lo que le hizo a mi madre. No he llorado por él. Voy a su funeral con cara triste, pero veo que los demás están peor que yo. “No saben nada”, pienso. Quería decirles lo que hizo, pero no me parece correcto que lo sepan ahora. Así que, al despedirme, les digo:
– Veintidós de agosto de hace dos años. Cuando estéis preparados, buscad la noticia.
Y me voy sin dar más explicaciones.
Segundo Premio del Certamen de Relatos “Hermano Eduardo Montero”
EL DESPERTAR
Presentado bajo el seudónimo de “Petignol” por Martín Gómez Redondo, alumno de Segundo de Bachillerato
Desperté en mitad del bosque. Hacía frío y notaba cómo éste se colaba en mi interior como si una daga metálica y frío me apuñalara en cada respiración. La luz era tenue, pues una capa de espesas y bajas nubes inundaban la tierra. No había nadie, ni una sola alma. El bosque estaba repleto de musgos, helechos y un sinfín de plantas de diferentes índoles. Los colores del bosque excitaban mis sentidos: desde un pálido y marginado gris hasta un agrio amarillo. Una sensación serpenteaba en mi cerebro molestándome cada vez más. Era una sensación de soledad, de tristeza, de angustia. Solo tenía un nombre posible, pero me aterraba incluso el pronunciarlo. Muerte. La sensación comenzó a preocuparme y, en cuanto me levanté del húmedo suelo, eché a correr. No tenía energías. Sin embargo, una misteriosa fuerza impulsaba mis rodillas. Sentí mis músculos aletargados, como si acabaran de despertar de un largo y profundo sueño. Mis rodillas crepitaban cada vez que las movía. Huyendo de algo que no podía explicar, el antiguo sentimiento de muerte se evaporó con mi sudor y se transformó en algo nuevo para mí. Creo que la gente lo llama libertad. Notaba la brisa en mi cara. Las lágrimas que brotaban de mis ojos minutos atrás, corrían por mi rostro en una incesante carrera por alcanzar mi pecho.
Juro que, en ese momento, sentí lo que sienten los niños cuando ven por primera vez el inmenso océano o la majestuosa madre nieve. Sentí lo que siente una madre al ver a su hijo recién nacido. Sentí lo que siente una mariposa al abrir por primera vez sus coloridas alas. Sentí lo que siente un deportista al llegar a su meta después de un largo y arduo trabajo. Sentí lo que siente un joven cuando vuelve a casa al abrazar a sus padres. Recuerdo ese momento como si el tiempo se hubiese congelado. El nuevo sentimiento era tan poderoso que había conseguido asustarlo. Fue en ese preciso momento cuando encontré el mayor y más extraño, pero a la vez más común, secreto de la raza humana. Definitivamente, encontré la libertad.
No llevaba reloj en mi muñeca y había perdido la noción del tiempo hacía un buen rato. El bosque, prácticamente, no había cambiado desde que había despertado. Dejé de correr y me senté bajo un árbol de colores rojizos. Era precioso. Una vez que había recuperado el aliento, me dispuse a reorganizar la maraña que eran mis pensamientos en ese momento. Lo primero de lo que me di cuenta era de que no sabía cómo me llamaba. Ni quien era. Ni de dónde venía. Y lo más preocupante de todo, por qué demonios estaba ahí. Me vino a la cabeza una cita. Era algo como… “no necesitas a nadie que te diga quién eres, o qué eres porque eres lo que eres”. Era realmente curioso cómo podía recordar una cita bastante inútil en esa situación, pero no recordaba cómo me llamaba. Comencé a desesperarme y le pegué un puñetazo al tronco del árbol sobre el que estaba apoyado. El árbol ni se inmutó, pero yo estaba sangrando. Todos mis nudillos vestían un color sangre Intentando limpiar la herida, me percaté de algo: tenía tatuado en la muñeca un número de siete cifras. No me decía nada, pero estaba seguro de que nadie se tatuaría un número en la muñeca sin ningún sentido. O quizás sí. Quién sabe. En cualquier caso, seguía en las mismas condiciones. Solo y sin saber siquiera qué hacer.
Mi estómago no para de gritarme, recriminándome que llevaba sin comer al menos unos cuantos días. También tenía sed. Aún así, auné fuerzas y continué caminando. Después de unos cuantos kilómetros mis piernas, entumecidas, comenzaron a fallar. Necesitaba un trago de agua inmediatamente o no podría caminar más. Cuando estaba a punto de rendirme, escuché un ruido. Era muy tenue, pero estaba seguro de que era un río. Agua. Corrí.
El ruido se hizo más fuerte y, al poco tiempo, contemplé un pequeño riachuelo. Sin pensármelo dos veces, me lancé a las aguas. El río me abrazó, fusionando nuestros cuerpos. El agua estaba helada, pero al tocar, mi sucia piel, me regaló la mejor sensación que había sentido hacía días. Parecía como si el agua fresca entrara en mis venas sustituyendo la espesa sangre por un líquido fluido. Era maravilloso.
Después de un rato jugando en el agua como un cachorro, salí y me senté en una roca que había en la orilla. Mientras me recolocaba los zapatos preparándome para seguir caminando, me di cuenta de que alguien me observaba. No podía ver quién era, pero lo sabía. Estaba seguro de que alguien me estaba apuñalando con la mirada. Miré a ambos lados del río y no había ni un alma. En la linde del bosque, tampoco había nadie. De repente, de la nada, apareció en la otra orilla del riachuelo una anciana vestida de negro. Me miraba fijamente. Parecía una estatua de piedra. Sin embargo, habría jurado que hacía un minuto no había nadie allí. No parecía amigable pero, deseoso de encontrar ayuda, crucé el cauce y me acerqué a ella. Físicamente, podría decirse sin miedo a errar que tenía más de cien años. Las arrugas de su cara se zambullían en la carne creando profundas crestas visibles, incluso, a unos cuantos metros. Las manos eran idénticas a las de un esqueleto y sus uñas habían perdido el color natural hacía, al menos, un siglo., Había algo raro en ella. Sus ojos eran dulces y lanzaban una mirada joven y vital. Como si quisieran besarte el cuello con ese profundo azul. No parecían concordar con el resto del cuerpo. Al menos, no tenía verruga en la nariz, requisito fundamental para una arpía, pensé para mis adentros.
Me acerqué aún más a ella y nos quedamos mirándonos el uno al otro durante, por lo menos, un minuto. No fue incómodo.
– Llegas tarde, dijo rompiendo el silencio. Llevaba mucho tiempo sin oír a un ser humano. Ni siquiera había escuchado mi propia voz desde que estaba consciente.
– – ¿Quién eres?… ¿Sabes quién soy?…
La vieja se mantuvo en silencio.
– Oye, llevo en este bosque unos cuantos días y no sé ni quién soy, ni qué hago aquí. Ni siquiera sé cuántos días llevo aquí.
Ese era mi último intento de obtener respuestas. Si no contestaba iba a salir corriendo hacia el bosque.
– Todo el mundo que pasa por aquí hace las mismas preguntas. Pero, aquí no hay respuestas. Aquí no hay vida. Aquí no se viene a saber, dijo la vieja.
Todo me estaba empezando a dar mala espina. La anciana levantó la mano y señaló hacia su derecha. Miré y había un sendero poblado de hierbas silvestres. Hacía mucho tiempo que nadie pasaba por ahí.
– No sé qué cojones dices, pero…
Cuando me giré para hablarla, la anciana se había esfumado sin dejar ni un solo rastro. Otra cosa que podía apuntar en mi lista de cosas raras que me estaban pasando. Me dirigí al camino. De todas formas, no había nada mejor que hacer. Anduve por el camino unos doscientos metros. El suelo estaba lleno de margaritas. Sin embargo, no crecían más allá del borde del sendero. Parecía como si estuviesen ahí plantadas a propósito. Cuando ya comenzaba a pensar que no conducía a ningún sitio y el bosque, a los lados, era cada vez más espeso, me encontré con una puerta de metal. Era negra. A los lados de la puerta había un muro por el que trepaban enredaderas como brazos intentando traspasarlo. En lo alto de la puerta, un letreo en el que se podía leer “Saint Thomas”. Las letras eran muy antiguas y estaban corroídas por el óxido. En el pomo de la puerta había una cadena que la mantenía cerrada con un candado. Forcejeé un poco y descubrí que el candado estaba abierto. Quizá lo habían dejado así, o el paso del tiempo había destruido sus mecanismos permitiéndome así la entrada. Lo retiré y empujé la puerta. Se abrió emitiendo un chirrido como de película de terror…
Qué entrañable… Entré y, de inmediato, descubrí de qué se trataba aquel lugar: un antiguo cementerio. El asuelo estaba lleno de lápidas sobre las que reposaban flores marchitas. Se notaba que había sido abandonado hace años. El sol comenzaba a ponerse y bañaba el cementerio con una luz dorada. A pesar de ser un lugar tan triste, era precioso. Caminé un poco hacia adentro y descubrí que las margaritas continuaban dentro del cementerio. Como no tenía pensado quedarme allí parado, las seguí adentrándome en un mar de lápidas. Nombres y epitafios susurraban al viento palabras de tristeza. El sendero, guiado únicamente por las margaritas, llegaba hasta el otro lado del cementerio. Las lápidas escaseaban en esa zona. Sin embargo, había una sobre la que reposaba una flor diferente, una flor repleta de vida. Una flor que el tiempo aún no había devorado. Una gota de sudor frío me corrió por la espalda. Me acerqué atraído por la curiosidad y me arrodillé en frente de la lápida. La tierra estaba húmeda y olía a verano. Un olor familiar. Olía a limón. La lápida tenía una fina capa de polvo. La limpié y comencé a leer. Podía atisbar una fecha: 1972-1990. La persona que yacía debajo de mí solamente tenía 18 cumpleaños el día que murió. Continué leyendo en voz alta…
“Alfonso Asensio”… El nombre impactó en mi cabeza y mi corazón dejó de latir. Sin saber por qué, lágrimas saladas comenzaron a brotar de mis ojos. Leí la siguiente línea. Una frase: “No necesitas nadie que te diga quién eres, o qué eres porque eres lo que eres”… Era la misma frase que había recordado sentado bajo aquel árbol. No podía ser cierto. Lo que acababa de leer tenía que ser fruto de mi imaginación.
Una línea más debajo de la frase había un número tallado en la piedra. Siete cifras eran.
7264928. Las mismas siete cifras que aún seguían tatuadas en mi muñeca. Exactamente igual, unas talladas en piedra y las otras en carne. Todo comenzó a girar a mi alrededor. Ni siquiera podía mantenerme de rodillas. El aire se condensó y dejé de respirar con normalidad. La luz comenzó a esfumarse. De repente, en una milésima de segundo, todo paró. El tiempo se congeló y comenzó a diluviar, Alguien había posado su mano en mi hombro, una mano cálida y joven que podía reconocer. Me di la vuelta y vi a una mujer preciosa de ojos grises y cabellos rubios.
Era mi madre.
Sin que ella pronunciara una palabra, lo comprendí todo. Los dos estábamos muertos La lápida sobre la que estaba arrodillado, era mi lápida y mi cadáver estaba enterrado en aquel suelo. Pero estábamos ahí, el uno frente al otro, mirándonos fijamente. La electricidad fluía entre nosotros. De sus ojos salía un río de lágrimas. Era el ser más bonito que había visto nunca. Ella dijo:
– Ya estás conmigo cariño…
Y todo se desvaneció.
Tercer Premio del Certamen de Relatos “Hermano Eduardo Montero”
EL VIAJE DE KHALED
Presentado bajo el seudónimo de “Laura López” por Lucía Pérez de la Fuente, alumna de 3º de ESO
Sarah abrió la puerta y entró precipitadamente en el despacho de su madre.
– Mamá, hay muchos niños que no van a clase. ¿Puedo quedarme mañana jugando con ellos?
Su madre, que estaba atareada, se dio la vuelta extrañada y se quedó mirándola.
– ¡Te lo digo de verdad mamá!
– ¿Qué niños?
– Unos,,,, dijo Sarah acordándose.
– ¡Pues tu tienes que ir a clase, hija!
– ¿Por qué si es un aburrimiento?… ¿Por qué todos los días?
Sarah se fue corriendo a su habitación, dio un portazo y empezó a escribir.
“Hola, soy Sarah, tengo ocho años y vivo en Macedonia, en un pueblecito cercano a la frontera. Escribo esto porque estoy harta, hasta de ser la única a la que obligan a ir al colegio y el resto de niños pueden quedarse jugando.
Llevo muchísimo tiempo (y no exagero ¡más de una semana!) viendo esos niños con tantos hermanos y amigos jugando a acampar y pudiendo jugar en el barro y yo teniendo que ir a clase. El viernes pasado, a la salida de clase, mi hermano David se fue con sus amigos y, al volver sola a casa me encontré a todos esos niños… ¡Que además estaban saliendo en la tele!… ¡¡Y sucios!!… Sus padres no les reñían, ni les ponían la ropa limpita para ir a misa.
Diréis ¿y por qué no te quedaste?… Pues la verdad es que yo quería, pero había una valla enorme y no era como las que separan el patio de los pequeños con el de los mayores en mi cole, no, no ¡era altísima!… ¡Hasta las nubes y más!”
– ¡Sarah!… ¡Vamos a cenar!
Mientras la familia de Sarah comía, ella no paraba de dar vueltas en nsu plato y en su cabeza. Al final, decidió que, al día siguiente, pasaría por la valla después de clase. Y eso hizo…
Llegó un camión a los campamentos y, como siempre, una manada de personas corrió hacia él con la incertidumbre de si dejarían de llevarles comida, empujando a Khaled y causándole una herida sangrante en la rodilla. Allí, los niños ya se habían acostumbrado a un ambiente tenso y lleno de miedo. Khaled, sin inmutarse por su herida, se vio rodeado de personas en un caos. Lo cual no era un hecho aislado, pero esta vez no encontraba a su madre ni a sus hermanos. Empezó a mirar a su alrededor preso de pánico, mientras su corazón se iba encogiendo. Divisó a una mujer de espaldas, as las cual identificó como su madre. Sus piernas se activaron y empezó a correr. No le dio tiempo a abrazarla. Cuando la mujer se dio la vuelta dejando ver su rostro de avanzada edad, llerno de moratones… ¡no era su madre!… El niño se paró en seco. Dio una vuelta sobre sí mismo y decidió calmarse y esperar a que la comida se acabase y hubiese más calma. Volvió sobre sus pasos y fue a sentarse a un lugar tranquilo, sobre una caja de madera. Pasado un rato, se dio cuenta de que se le estaban mojando los pantalones, se levantó, miró la caja, la tocó y notó que estaba mojada. Leyó una pegatina: Boulangerie Gourmand. Abrió la caja por curiosidad. Para su desgracia, la caja estaba vacía. Pero encontró una libreta y un bolígrafo. Preso del aburrimiento empezó a escribir.
“Soy Khaled, nací en Siria, tengo dos hermanos y dos hermanas.
Ahora vivimos en una tienda de campaña. A mi no me gusta porque no puedo ir a la escuela y ya no veo a mis amigos de Damasco. Además, hay días que no tengo nada que comer, aquí no hay tiendas. Mi madre dice que vamos a estar aquí poco tiempo, pero ya llevamos varias semanas.
Un día nos tuvimos que marchar a nuestra casa. Allí dejamos todos mis juguetes, mi ropa, mis libros, mi cama… Y a mi padre, que mi madre dice que se quedó allí para cuidar de los abuelos. Yo ya le echo de menos. Pero lo peor de todo es que aquí no hay médicos y mi madre está”…
– ¿Cómo te llamas?, le interrumpió una voz.
Khaled seguía absorto escribiendo.
– ¿Eh!… ¿Cómo te llamas?…
Pero Khaled no lo oía, estaba demasiado concentrado.
– ¿Yo soy Sarah!
Por primera vez, Khaled levantó la vista de la libreta y dirigió su mirada hacia la valla donde estaba la niña que sonreía.
– ¿Qué?
– ¿Qué cómo te llamas?
– Khaled.
Sarah nunca había oído ese nombre. Se quedaron mirándose extrañados por un instante. Khaled se levantó y se acercó un poco a la valla. Sarah se fijó mejor en la cara triste del niño, en la herida que tenía en la rodilla y en su ropa desgastada. Hasta que Khaled reaccionó.
– ¿Por qué estás al otro lado?
Sarah se quedó pensándolo, no sabía qué responder hasta que se le ocurrió decir:
– Siempre he estado aquí, nací aquí. Y tú ¿por qué estás ahí?
Lo mismo le pasó a Khaled, que terminó respondiendo:
– Mi madre dijo que teníamos que venir aquí y quedarnos hasta poder entrar.
– Poder entrar ¿a dónde?, preguntó extraña da Sarah.
Khaled se encogió de hombros.
– Pues yo también quiero entrar ahí, dijo Sarah.
A Khaled le sorprendió aquello, Khaled no había visto a nadie de Macedonia, se fijó en la ropa que llevaba la niña, tan diferente a la suya.
– ¿Aquí?, preguntó.
Sarah asintió:
– Claro.
Khaled no salía de su asombro.
– ¿Por qué?
– ¡Para no ir al colegio!… ¡Para jugar!
– Aquí no jugamos, nos gustaría ir al colegio.
– No puedes decirlo en serio.
– ¡Claro que te lo digo en serio!
– ¿Quieres ir a clase?
– Por supuesto, en Damasco iba todos los días.
– ¿Queeeé…?
– Que en Damasco iba…
– Te he oído, pero no sé qué es Damasco, le interrumpió Sarah.
– Es donde yo vivía. Está en Siria.
– ¿Y eso dónde está?
– ¡Muy lejos!
Sarah levantó las cejas asombrada.
– ¿Y cómo has venido?
– – Pues muchos días andando, otros en autobús y en lancha.
– ¡Jo, qué bien!… ¡Te lo habrás pasado genial!… Yo, en vacaciones, también subí a un barco.
Khaled no paraba de pensar que esa niña era muy rara.
– Yo me lo pasé muy bien…, dijo en voz baja Khaled.
Sarah empezaba a pensar que ese chico no era muy normal, cuando se dio cuenta de que era tarde y sería mejor no tardar si no quería demasiadas preguntas en casa. Mientras volvía, no dejaba de pensar en ese niño. Khaled, por su parte, estaba sentado dándole vueltas a lo que había pasado. Los dos, con la cabeza llena de preguntas y con ganas de volver a verse.
– ¡Khaled!… ¿Dónde te habías metido?… ¡Ven a comer un poco!
Khaled oyó hablar a su hermana mayor, se levantó y fue corriendo. Al día siguiente, Khaled se despertó pensando en aquella niña. Esperó hasta mediodía para ir al lado de la valla. Miraba por si la niña pasaba. Esperó y esperó. Perdió la noción del tiempo. Sarah, por su parte, Sali´de clase y fue corriendo al tramo de su camino a casa, donde estaba la valla. Se vieron venir y se acercaron poco a poco…
– Hola…
– Hola Sarah.
– ¿Siempre estás aquí?
– No, he venido para verte.
Sarah sonrió tímidamente.
– ¿Jugamos al pilla-pilla?
Khaled miró hacia abajo, a sus zapatos. Levantó la suela dejando ver un roto.
– Te espero mientras vas a por otros.
Khaled se asombró ante la idea de tener unos zapatos de repuesto.
– No tengo…, Sarah también ese sorprendió.
– Los dejé en Damasco.
– ¿Te los olvidaste?
– No –negó Khaled, rascándose la cabeza- no los podía traer.
– Bueno, no pasa nada, podemos jugar a otra cosa.
Los dos niños pasaron la tarde juntos hablando, riendo y jugando. Eso si, con una valla de por medio… Al día siguiente, sábado por la mañana, Sarah estaba especialmente contenta porque era su cumpleaños. Salió de ca sa con los deportivos de su hermano y dos euros para comprar pan. A la salida de la panadería echó a correr en dirección a la valla donde había quedado con el niño sirio.
– Hola Sarah.
– ¡Hola!… Te he traído esto para jugar.
Khaled arqueó las cejas y se quedó mirando las deportivas con una sonrisa iluminándole la cara.
– ¿Para mi?…, Sarah asintió.
– Gracias, dijo en niño sirio.
Y una vez más pasaron horas jugando hasta que Sarah empezó a tener hambre y la preguntó a Khaled:
– ¿A qué hora comes?
– Cuando nos llega la comida.
– ¿De dónde?
– A veces llegan camiones con comida que nos da la gente.
– Yo me tengo que ir ya.
– ¿Ya?, preguntó Khaled a quien se le había pasado la mañana volando… ¿Puedes venir esta tarde?…
– Si.
Quedaron y se despidieron, A Sarah le encantaba tener un amigo tan diferente pero, a la vez, tan parecido a ella. Cuando llegó a casa, su padre le había preparado su comida favorita y había una tarta de chocolate en la nevera. A las cinco, Sarah se dirigió a la puerta sin decir nada. Cuando pasó por la cocina vio el trozo de tarta que había sobrado y decidió llevárselo as Khaled. Le sorprendió que cuando llegó el niño no estaba, ni se veía a nadie a lo lejos. Pensó que estarían todos comiendo y se sentó a esperarle… Y pasó el tiempo y pr allí no aparecía nadie. Sarah empezaba a tener hambre y cogió un trocito de tarta . Y el tiempo pasaba, y pasaba… La tarta se iba viendo reducida, pero allí no había rastro de gente.
Estaba empezando a llover, Sarah tenía frío y no podía creer que Khaled se hubiese olvidado de ella… Caminaba despacio, camino de su casa empapada y triste. Abrió la puerta de su casa en silencio y entró a hurtadillas en su habitación. Fue a encender la radio para poner música y oyó:
– Se desmantela el campamento de refugiados sirios situado en la frontera con Macedonia y se traslada a los refugiados a centros de acogida…
EPILOGO
Después de diez años, en Alemania, una chica entró en una panadería para comprar la tarta de su cumpleaños y le atendió un chico extranjero con una pegatina en la camiseta que ponía “Khaled”.
– Hola, buenas. ¿Qué te pongo?
– Esa de ahí, dijo señalando una tarta de chocolate.
– Vale, está riquísima, dijo el chico sonriendo.
La chica le miró y se fijó en el cartel. Ya había oído ese nombre ante3s… Le volvió a mirar, ya había visto antes esa sonrisa. Le vinieron recuerdos a la mente.
– Yo conocí a un Khaled, dijo mientras el chico metía la tarta en una caja.
– ¿Si?… Por aquí no es un nombre frecuente… Yo soy de Siria
– Yo de Macedonia.
El chico paró en seco de hacer lo que estaba haciendo y levantó la vista.
– ¡Sarah!