Doce del mediodía. Calle de Santiago en plena efervescencia navideña. Gente que viene y que va de comercio en comercio. Bolsas que ocupan todas las manos y, en ocasiones, los dedos de cada mano. Regalos de fiestas, adelanto de los Reyes Magos, hasta alguna onomástica que se suma a unos días tan especiales… El movimiento me sumerge en una inercia que, sin tener nada previsto, me lleva de escaparate en escaparate, de tienda en tienda como el mirón que envidia todo lo que ve pero no acaba por decidir si se sumará al carrusel de compradores o si, por el contrario, seguirá en el lado de quienes prefieren dejarse llevar por la marea sin dar un paso adelante. Y, de pronto, mi nombre propio sonando en boca ajena.
– ¡Cuánto tiempo sin verte!…
Mucho tiempo. Cierto. Aquel compañero de clase del que perdí contacto cuando, al salir del Colegio, cada uno escogió caminos diferentes. Y no solo en los estudios, también en la vida misma. Mucho tiempo que no veía a aquel condiscípulo que ocupaba uno de los primeros pupitres de la clase, que se defendía como gato panza arriba en las asignaturas de letras pero que, al contrario, brillaba y de qué manera, cuando se trataba de fórmulas, de números o de ecuaciones. De ahí que yo acabase en la facultad de letras y el buscase su futuro en una carrera más inclinada a las ciencias.
– ¡Vamos a tomar una copa juntos!…
Y en una cafetería de la Plaza Mayor, entre el aroma humeante de un café bien colmado de leche y la nostalgia de tantos recuerdos de años atrás, pasamos cerca de dos horas escarbando en las anécdotas que vivimos en las aulas de Lourdes, o durante los recreos en el patio, o tratando de privar a los internos de su merienda oficial pensando que no les importaría nada porque, quien más, quien menos, guardaba en la habitación el chorizo de la matanza que las madres colocaban, amorosamente, en la maleta de los colegiales antes de partir para un nuevo curso… ¡Qué tiempos aquellos!… Íbamos a despedirnos cuando me atreví a dar el paso que, durante la conversación, no creí oportuno apuntar.
– No si sabrás que soy presidente de la Asociación de Antiguos Alumnos…
Se congratuló. Me felicitó. Me dijo que era estupendo que un compañero de su promoción ocupara ese puesto y tratase de aglutinar a cuantos habíamos estudiado en el Colegio.
– Sí, pero tú no te has inscrito…
Cambió el tono jovial de su charla, se quedó dudando, no sabía qué decirme, hasta diría que su rostro se volvió pálido, sin expresión y dio muchas vueltas, muchísimas, antes de contarme las verdaderas razones de su ausencia en nuestras listas de asociados.
– ¡Verás!… Es que yo acabé harto de frailes…
Era una disculpa que ya había escuchado, repetida, en cientos de ocasiones. Una excusa fácil que tenía, también, una fácil respuesta.
– Es que no se trata de frailes… Se trata de sentir lo mismo que sienten cientos de compañeros que, a través de la Asociación, pueden encontrarse como hoy nos hemos encontrado nosotros y pueden recordar aquellos tiempos que siempre fueron buenos aunque, luego, no los hayamos evocado con demasiado cariño.
Me puse paternal. Le expliqué los proyectos que teníamos la Junta Directiva, hablé de las excursiones que estaban previstas para este año, la puesta en marcha de una bolsa de trabajo donde los compañeros en mejor situación económica puedan ayudar a quienes no han tenido tanta suerte, la impresión de una tarjeta que nos permita hacer compras con cierto descuento y muchas otras ideas que se podrán hacer realidad si el número de antiguos alumnos crece y todos, como una sola persona, volvemos a sentirnos compañeros, amigos, camaradas, colegas, condiscípulos. Tanto le dije que, finalmente, poniéndome una mano en el brazo para que detuviese aquella retahíla , me preguntó:
– ¿Qué debo hacer para inscribirme?
– Entra en www.aacolegiolourdes.es que es nuestra página web, allí verás un apartado de inscripciones y, en ese apartado, una hoja que deberás imprimir, la rellenas, la firmas, nos la envías al colegio y empezarás a sentirte de nuevo como aquel chaval que un día cayó por el edificio de los Hermanos de La Salle, con todo por aprender ,y cuando salió, lo hizo con el entusiasmo, la ilusión y el conocimiento necesario para ser el hombre que ahora eres.
Cuando acabé mi perorata, casi adiviné un cierto salitre en sus ojos. Y al despedirme, me dio un abrazo y me susurró al oído:
– Rellenaré esa hoja… Quiero estar al lado de todos vosotros…
Le devolví el abrazo, nos separamos y, mientras se perdía en aquel loco carrusel donde nos encontramos, pensé en los muchos compañeros de no sé cuántas generaciones que podrían dar ese mismo paso y a los que queremos captar en nuestra Asociación de Antiguos Alumnos para volver a ser los mismos que fuimos hace… ¡tantos años!…